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Contributi dagli studenti: Si no cambian y se hacen como los niños…

Si no cambian y se hacen como los niños…
a cura di Arturo Segura Rebollo
«El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, recibe a Aquel que me ha enviado; pues el más pequeño de entre ustedes, ése es mayor» (Lc 9,48). Sinceramente, de entre las cosas me más me cuestan, es el tratar personas con alguna enfermedad o síndrome. No sé si se deba a un trauma de niño o simplemente por personalidad o por sensibilidad de ver sufrimiento. Además, lo curioso es que eso que te cuesta, tarde o temprano llegan momentos en que lo enfrentas, y así sucedió un día que fui a visitar a una familia en la que uno de los hijos, era mujer, tenía un cierto síndrome. Edad, pues ya unos veinte; apariencia, un poco deformada; tipo de síndrome, no sé cuál tenga, pero su manera era el de una niña de tres años. Al entrar a la casa, saludé uno por uno a los miembros de la familia, pero ella en particular, fue la que me salió al encuentro. Tal vez es porque no sé cómo manejar personas especiales, pero me puse nervioso, pues me abrazó como si yo fuera alguien muy querido de toda la vida (era la primera vez que la veía). Pasamos a comer, y ella se sentó junto a mí y de ahí en adelante no se me despegó (literalmente): me tomaba mi mano y quería que le acariciara la cabeza, luego se acurrucaba en mi hombro y así se quedaba. Entre que su mamá le decía que ya me dejara comer en paz y entre que ella no quería, yo me di cuenta de que no tenía que saber cómo se tratan a personas con estas capacidades, ellas son las que te enseñan a cómo tratar. Pues, son un “tú” que es infinitamente dignísimo y bello, y que al tratar con mi “yo” (altanero, prepotente, soberbio, etc., etc.) lo transforman en su imagen. Puedo decir que ha sido una de las experiencias más bellas de mi vida. Y ahora ya casi Navidad; vemos niños por todos lados. Nos fastidia tal vez. O llegan los primos y sobrinos y nietos ya, a deshacer la casa. Juegas un rato con ellos y ya no te sueltan, hasta que te hartas y (como a veces me pasó) los ignoras y les lastimas: «El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, recibe a Aquel que me ha enviado; pues el más pequeño de entre ustedes, ése es mayor» (Lc 9,48). Creo que ahora tienen más peso estas palabras. Tal vez el secreto para que esta Navidad no la viva yo indiferentemente como otra Navidad que viene y pasará, es maravillarme de que Jesús es ese niño: se apunta a sí mismo y nos condiciona: «Yo les aseguro: si no cambian y se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los Cielos» (Mt 18:3). Esa es la lección que tantas veces he recibido de estos niños en espíritu y en cuerpo: hacerse a ellos para, no sólo amarlos como lo merecen, sino también y más aún, para ser dignos nosotros de su infinito amor. Jesús es el Eterno Niño, porque es el Eterno Hijo, y esto no es no sólo el misterio de la Navidad, sino también su belleza. Jesús es el niño que quiere que nos hagamos niños con Él para gozar del Amor de Dios Padre. Éste es el Espíritu de la Navidad.

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